27 de enero de 2012

Filosofía y Etica RRHH: Filosofía Hedonista.

Filosofía Hedonista.


El hedonismo tiene una larga tradición de pensamiento en la historia de la filosofía. Un linaje con nombres propios que comienza en el siglo IV a.C con dos figuras fundantes como son Epicuro de Samos y Arístipo de Cirene. Epicúreos y cirenaicos son las primeras escuelas que ven al placer como un objeto de estudio y a la vida como la finalidad del pensar. Unos dirán que los placeres estables –el pensamiento- tienen privilegio por sobre los placeres en movimiento –la comida, la bebida, la sexualidad-, y otros, lo contrario. Pero ambos pensarán la cuestión del exceso y la jerarquía de los placeres entre sí. En el Renacimiento, figuras como Erasmo, Lorenzo Valla y Michel de Montaigne volverán a traer –luego de la Edad Media donde el placer fue despreciado- todo el corpus de la antigüedad grecorromana de Epicuro, Filodemo de Gadara, Lucrecio, Horacio, Petronio, Plutarco o Arístipo de Cirene. Esa lectura en clave humanista revitalizará un pensamiento para la vida, un pensamiento del mundo real y sensual. A partir de los siglos XVIII y XIX los pensadores libertinos e ilustrados colocarán al cuerpo en un primer lugar, aquí veremos a La Mettrie y Nietzsche representantes claves de esta tendencia. Luego, en décadas finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI, dos figuras de nota como Michel Foucault –particularmente, con los dos últimos tomos de la Historia de la Sexualidad- y, sobre todo, Michel Onfray con su proyecto de contrahistoria de la filosofía hedonista, sistematizará todo el corpus de los pensadores de esta tradición. En ese sentido, podemos ceñir el neohedonismo contemporáneo de Onfray a partir de esta máxima de Chamfort: “goza y haz gozar, sin hacer daño a nadie ni a ti mismo: ésa es la moral”. Esta ética del placer, del cuidado de sí, apunta al joie de vivre de los latinos, el gozar de la vida, cuyo primer placer, como decía Epicuro, es la ausencia del dolor. De algún modo, la idea será comprender al hedonismo muy lejos de los malos entendidos –consumismo, exceso- para circunscribirlo a lo que efectivamente fue desde sus inicios: una terapia contra los males del alma y el cuerpo, y un arte de vivir mejor, percibiendo de manera racional la gastronomía, el vino, la sexualidad, y la vida en toda su dimensión.

Ahora bien, la posibilidad de pensar, además, un hedonismo argentino implica reflexionar con y contra Borges. Local y cosmopolita, periférico y abierto al mundo. Se piensa, en este aspecto, con Borges, pero contra su poética, sencillamente porque el borgismo como filosofía y estética es idealista -pero no nacionalista- y el cuerpo no tiene lugar. En Borges no hay cuerpos. El hedonismo argentino es neobarroco, barroso, orillero: “verga y puñal”, como señala Esteban Echeverría en la apertura de El Matadero. Esteticismo y violencia. Nuestra filosofía hedonista es portuaria: cosmopolita, individualista, multicultural, pero también periférica, excesiva y transgresiva. El hedonismo argentino sería más cirenaico que epicúreo. Para Epicuro el placer era ausencia de dolor, medida y regularidad. Para Arístipo de Cirene -el filósofo travestido y perfumado del ágora, habitué de bibliotecas y prostíbulos- el placer era corporal y en movimiento. Pulsional, y pasional. Ello lo vemos en diferentes ideas propias de aquí tales como: lo gánico de Federico Peralta Ramos, el arte vivo dito de Alberto Greco, la clasificación de vinos de Miguel Brascó -finolis, chúcaros, gays, etc-, la poética escatológica en Copi, el neobarroco de Osvaldo Lamborghini y Néstor Perlongher, en las papas quiméricas del Gato Dumas -que inventó el menú ejecutivo en Buenos Aires-, o en la estética del fuego patagónico en Mallmann. En este sentido, la teoría del deseo sarmientina pondrá en su lugar el tema del placer en las pampas: la libertad no se conquista por la renuncia al goce individual. El “exceso de vida” del caudillismo bárbaro será canalizado, vehiculizado, a través de dos ámbitos: las instituciones –la escuela- y el comercio –emblema de la modernidad de las ciudades cosmopolitas. De allí que podamos ver al “hedonismo” de Domingo Faustino Sarmiento como una suerte de utilitarismo –de John Stuart Mill- local: maximizar los placeres, no como satisfacción de las necesidades animales (lo bárbaro), sino como goce de los intereses personales e individuales para alcanzar la felicidad.